lunes, 4 de enero de 2016

FUGA POR EL VENTANAL


Miren, a mí se me acabó el tiempo, dijo el loco.

Ustedes tienen sus maquinitas, sus tablitas de surf, sus tenedorcitos de oro, sus pequeñas miserias gerontocráticas y sus frasquitos de aburrimientos bien organizados...pero yo no tengo nada. Yo sólo tengo una cabeza que da vueltas como un rotor de fuego que me lima el pensamiento. Yo no tengo tiempo para esperar en paradas de autobuses. Lo siento. No tengo tiempo de esperar a nadie. Se quemó la sopa del tiempo, muchachos. No más invitaciones a fiestas alegres. Se acabaron las señales. Me tienen harto las señales. Me tienen harto las preguntas. Me tienen harto los papeles. Me tienen harto las señales, las preguntas y los papeles. Ya se los vengo diciendo desde hace rato: Yo no cómo más tierra, señores. Ya no mando telegramas. No doy más entrevistas, no pido fiado, no espero nada. Estoy muy ocupado centrifugando ideas. Y si los relojes se pudren, pues a aguantarse. Yo no limpiare la sangre. Yo no barreré desgracias ajenas. Yo, el loco, se va a Roma (con una çaja de cerillas). Y se me acabo la paciencia para reunir un ejercito. Invadiré Italia sólo.

Luego?

 Luego hubo una concatenación de cosas: el loco se puso a cantar a los gritos en italiano. Aquello sonaba como una escritura nueva donde ya no importaban las reglas de ortografia, NI LAS FUENTES. La excitación del loco contagío de nerviosismo al resto de los locos. Algunos se aferraban a los barrotes. Eran locos enloquecidos. Otros simplemente se dejaban llevar por aquello que se había transformado en una especie de manifestación, una cosa colectiva sin pies ni cabeza (los locos marchaban en círculos y bebían zumitos de piña con pajita). 
Las fobias, las creencias, los fanatismos, los tics, las muecas, la violencia, el poder y los razonamientos de los locos (¡!) conformaban un universo infinito. Un loco puede ser un fanático de la cosa más absurda que se pueda imaginar. Los hay obsesivos de la limpieza, de los números, de los pájaros, de los espías, de sí mismos (del otro yo), locos que se creen demonios, locos que beben lejía, que hablan con los espiritus (o lo que es aún peOR: locos a los que los espiritus les hablan). Ensimismados o ultrasociales. Hiperalertas o idiotizados (astarotizados).
Todos  cada uno de aquellos locos tenían común una cosa: siempre estaban esperando “algo” que estaba por ocurrir o por manifestarse, “algo” inevitable, próximo y premonitorio, revolucionario o apocalíptico. Todos en estado de alerta día y noche, cada uno esperando su propia crucifixión y subida al cielo particular. Todos, de alguna manera, vivían pendientes de un futuro inminente. Excepto el loco al que se le había acabado el tiempo. Ése era un caso aparte. Vivía sus batallas en el presente extremo. Para él nada estaba por manifestarse o por ocurrir sino que estaba sucediendo en ese mismo momento. No había manera de hacerlo esperar. No había por donde sujetarlo. Y cuando se le metía una cosa en la cabeza, la perseguía sin descanso y la conseguía sin importarle nada.

Dispuesto a invadir Roma, y en medio del caos que se había desatado en la sala de juegos, nadie prestó atención a que el loco, cantando himnos militares, reclutó (digamosló así) a otros locos, los más idiotas y fuertes, para formar una torre humana. Aquellas bestias debieron de creer que se trataba de un juego y colaboraron excitados. Se reían, babeaban, se daban palmadas en las espaldas. Para cuando la torre estuvo concluida, el loco trepó hacia lo alto pisando hombros, cabezas y ojos. Algunos se quejaban de ser pisoteados, otros reían. Al llegar a lo alto, el loco tuvo acceso a un ventanal que daba a los techos e intentó abrirlo, pero el cristal no se abrío. La torre humana se tambaleo breve y peligrosamente y un segundo después el loco dío una patada al cristal gritando “ ¡Allá voy Roma…Victoria o muerte, Aleluya!”. El estruendo fue tremendo y los cristales cayeron sobre la torre humana que se vino abajo entre gritos y alaridos. La confusión fue inmensa. En la caída algunos locos se habían hecho pequeños cortes y magullones, pero gritaban y corrían desbocados por la sala como si les hubiesen amputado un brazo. Cuando los enfermeros pudieron calmar y curarlos a todos, hicieron un recuento y faltaba una persona. El loco al que se le había acabado el tiempo no estaba. Iba rumbo a Roma.













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