Miren, a mí se me acabó el tiempo, dijo el loco.
Ustedes tienen sus maquinitas, sus tablitas de surf, sus
tenedorcitos de oro, sus pequeñas miserias gerontocráticas y sus frasquitos de
aburrimientos bien organizados...pero yo no tengo nada. Yo sólo tengo una
cabeza que da vueltas como un rotor de fuego que me lima el pensamiento. Yo no
tengo tiempo para esperar en paradas de autobuses. Lo siento. No tengo tiempo
de esperar a nadie. Se quemó la sopa del tiempo, muchachos. No más invitaciones
a fiestas alegres. Se acabaron las señales. Me tienen harto las señales. Me
tienen harto las preguntas. Me tienen harto los papeles. Me tienen harto las
señales, las preguntas y los papeles. Ya se los vengo diciendo desde hace rato:
Yo no cómo más tierra, señores. Ya no mando telegramas. No doy más entrevistas,
no pido fiado, no espero nada. Estoy muy ocupado centrifugando ideas. Y si los
relojes se pudren, pues a aguantarse. Yo no limpiare la sangre. Yo no barreré
desgracias ajenas. Yo, el loco, se va a Roma (con una çaja de cerillas). Y se
me acabo la paciencia para reunir un ejercito. Invadiré Italia sólo.
Luego?
Luego hubo una concatenación de cosas: el loco se
puso a cantar a los gritos en italiano. Aquello sonaba como una escritura nueva
donde ya no
importaban las reglas de ortografia, NI LAS FUENTES. La excitación
del loco contagío
de nerviosismo al resto de los locos. Algunos se aferraban a los
barrotes. Eran locos enloquecidos. Otros simplemente se dejaban llevar por
aquello que se había transformado en una especie de manifestación, una cosa
colectiva sin pies ni cabeza (los locos marchaban en círculos y bebían zumitos
de piña con pajita).
Las fobias, las
creencias, los fanatismos, los tics, las muecas, la violencia, el poder y los
razonamientos de los locos (¡!) conformaban un universo infinito. Un loco puede
ser un fanático de la cosa más absurda que se pueda imaginar. Los hay obsesivos
de la limpieza, de los números, de los pájaros, de los espías, de sí mismos
(del otro yo), locos que se creen demonios, locos que beben lejía, que hablan
con los espiritus (o lo que es aún peOR: locos a los que los espiritus les
hablan). Ensimismados o ultrasociales. Hiperalertas o idiotizados
(astarotizados).
Todos cada uno de aquellos locos tenían común una
cosa: siempre estaban esperando “algo” que estaba por ocurrir o por
manifestarse, “algo” inevitable, próximo y premonitorio, revolucionario o apocalíptico.
Todos en estado de alerta día y noche, cada uno esperando su propia crucifixión
y subida al cielo particular. Todos, de alguna manera, vivían pendientes de un
futuro inminente. Excepto el loco al que se le había acabado el tiempo. Ése era
un caso aparte. Vivía sus batallas en el presente extremo. Para él nada estaba
por manifestarse
o por ocurrir sino que estaba sucediendo en ese mismo momento. No había manera de
hacerlo esperar. No había por donde sujetarlo. Y cuando se le metía una cosa en
la cabeza, la perseguía sin descanso y la conseguía sin importarle nada.
Dispuesto a invadir Roma, y en medio del caos que se
había desatado en la sala de juegos, nadie prestó atención a que el loco, cantando
himnos militares, reclutó (digamosló así) a otros locos, los más idiotas y
fuertes, para formar una torre humana. Aquellas bestias debieron de creer que
se trataba de un juego y colaboraron excitados. Se reían, babeaban, se daban
palmadas en las espaldas. Para cuando la torre estuvo concluida, el loco trepó
hacia lo alto pisando hombros, cabezas y ojos. Algunos se quejaban de ser
pisoteados, otros reían. Al llegar a lo alto, el loco tuvo acceso a un ventanal
que daba a los techos e intentó abrirlo, pero el cristal no se abrío. La torre
humana se tambaleo breve y peligrosamente y un segundo después el loco dío una
patada al cristal gritando “ ¡Allá voy Roma…Victoria o muerte, Aleluya!”. El
estruendo fue tremendo y los cristales cayeron sobre la torre humana que se
vino abajo entre gritos y alaridos. La confusión fue inmensa. En la caída algunos
locos se habían hecho pequeños cortes y magullones, pero gritaban y corrían desbocados
por la sala como si les hubiesen amputado un brazo. Cuando los enfermeros
pudieron calmar y curarlos a todos, hicieron un recuento y faltaba una persona.
El loco al que se le había acabado el tiempo no estaba. Iba rumbo a Roma.
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