El loco desafiaba la desorientación de estar libre por la calle absorto en sus pensamientos. Como leía mucho, tenía varias teorías acerca de casi todo y las exponía en voz alta mientras caminaba nervioso alejándose de la ciudad.
Cuando la corriente eléctrica
positiva y la negativa se encuentran, chocan. Salta una chispa. Por eso se usa
esa frase “se le cruzaron los cables” para explicar (o más bien justificar) un
estado de locura. Pero la locura es una cosa muy seria y ése refrán popular ni
por asomo explica siquiera la mecánica de la propia cosa. Para empezar (y
volviendo a la electricidad) cuando dos polos opuestos se juntan se produce un
chispazo, pero es un chispazo fugaz, una especie de advertencia de error (que
nos obliga a parar o retirarnos), una energía efímera y equivocada. La locura,
según la entiendo yo, es justamente lo contrario, me dijo, yo conecto los polos como debe ser, refuerzo
los cables y aprieto las tuercas al máximo. La corriente no hace saltar chispas,
la corriente se multiplica, fluye y hace explotar los galvanómetros. Se forman
en las calderas vapores venenosos y envenenados, fiebres milenarias recién
nacidas, explosiones nucleares de pensamientos obsesivos. La locura no es un
chispazo. La locura es una olla a presión inconcebible que ataca desde dentro,
una manicura despiadada que pela las capas de la piel del pensamiento. La
locura es una casa en llamas invisibles y el loco, agitando las manos, hace
señales que nadie entiende o que nadie ve. La locura es el barco donde los
locos descienden las cataratas del Niágara silbando pensando que van a la luna.
Y no hay locuras imposibles. Los chiflados tienen un catalogo interminable de
variantes infinitas. Hay locos que son genios. Genios que se volvieron locos.
Locos insoportables, locos increíbles. Locos creativos, locos suicidas, locos
con estrella y locos estrellados. Locos que viven en el futuro y otros locos
que se quedaron atrapados en el pasado. La locura extrema anda suelta por
cualquier esquina. Un amante despechado, atravesado por sus obsesiones, amanece
un día convertido en descuartizador. Un
científico se hace brujo. Otros creen tener alas. La locura, en cualquier caso,
es siempre inequívoca. Cuando se manifiesta, en un segundo nos damos cuenta de
su presencia poderosa. Yo he vivido ejemplos de lo que digo. Mi amigo Cayetano
me dijo un día al ver pasar a uno que yo no conocía “el cuñado bebío lejía”.
Sólo en cuatro palabras me hizo saber todo lo que hacía falta saber de aquel
cuñado al que “se le habían cruzado los cables”. Es curioso, el poder de una frase tan definitiva vendría
a equivaler en términos siquiátricos a un informe de varias hojas con términos
como síndrome, desdoblamientos, sicopatías, grados…pero oyendo que “bebío
lejía” ya queda todo explicado. Ocurre
algo similar con otra frase analizable “está como una regadera” es sinónimo de
locura irremediable. Pero siendo sincero, yo no sé (o nunca me he parado a
pensar) porque una regadera representa la imagen de la locura. Sólo se me
ocurre aventurar que los pensamientos de un loco saltan a la atmosfera como si
fueran los chorros de agua de la regadera. Unos pensamientos líquidos hechos de
una sustancia parecida al agua. Como tercer ejemplo, otro dicho popular que
tampoco es muy coherente “Está más loco que una cabra”. Como casi todos los
refranes a poco de analizarlo se viene abajo como un castillo de naipes. Porque
estar más loco que una cabra está cualquiera. Si las cabras fueran (por poner
un par de ejemplos) aficionadas a hacer cosas incoherentes o se estuvieran
riendo sin sentido mirando una piedra, tendría sentido. Pero las cabras son,
además de un poco estúpidas, unos animales en apariencia bastante coherentes,
sin rasgos de locura visibles. Esto de
las cabras nos lleva a pensar en la locura y sus orígenes. Es fácil adivinar
porque la gente se vuelve loca. El cerebro humano es un coctel químico bastante
delicado, los sentimientos y las pasiones intervienen en esa química para
terminar de hacer una mezcla perfecta e imposible, peligrosísima. Lo raro es
que haya tantos cuerdos en definitiva. Pero también en el reino animal hay
animales que son víctimas de la locura. Lo cual quiere decir que incluso sin
intelecto ( con un intelecto primitivo) también el “peligro” de la locura
acecha. Todo es susceptible de ser “localizado” (o sea, de sufrir un desvío
desde la normalidad a la demencia). Los coches se vuelven locos, un caballo se
vuelve loco, los ordenadores son locos de nacimiento, una lavadora se vuelve
loca, incluso un reloj (el aparato que
en teoría debería ser más cuerdo que ninguno) también enloquece y marca las
cuatro cuando son las diez. La locura no descansa nunca. Siempre vuelve. Y
siempre aparece armada. La locura dispara a matar. Mata el sueño, mata el
hambre, mata la lógica y mata el tiempo.
El loco, blindado por la armadura de su propia locura, es invencible. Es
intocable. El loco lo alcanza todo porque nunca retrocede. Al loco sólo lo
puede su propia demencia, que un día se vuelve insoportable y termina por
aplastarlo.
El loco que más me
impresionó en mi vida fue uno que conocí en un pueblo de montaña. Era uno de
esos locos autónomos, que son mis preferidos, esos que gozan de cierta libertad
para moverse por la calle, ir a hacer la compra, cosas así. Aquel loco era de
unos treinta y pico años, regordete, vestido con una camisa a cuadros abotonada
hasta arriba. Siempre iba sonriendo y tenía las mejillas coloradas. Era una
sonrisa del que sabe que está loco. Inofensiva, pero con trasfondo de picardía
demencial. Aquel loco no hablaba. Sólo emitía una especie de chillido que
imitaba (pienso yo) al canto de un pájaro. Pero un canto desagradable, como el
de las urracas: chillón, estridente, agudo. El loco “piaba”. Pero no lo hacía
todo el rato. Yo creo que él que estaba atento a todo lo que ocurría alrededor
en las aceras y principalmente con el tráfico, elegía un momento en el que
pasaban varias cosas a la vez y emitía aquel chillido poniendo cara de pillo.
La cara que pone un niño que hace algo sabiendo que se lo han prohibido.
Además, el loco que “piaba” tenía la afición de dirigir el tráfico. En aquel
pueblo de montaña, pequeño, y cómo en casi todos esos pueblos medio aislados
suele haber una sóla calle principal y siempre la carretera la atraviesa.
Siempre hay en los pueblos un cruce donde el tráfico se atasca y se congestiona.
Y allí, a veces, el loco dirigía el tráfico. Tímidamente se bajaba de la acera
y (más feliz que nadie) se animaba a dar paso a uno u otro vehículo haciendo
señas con autoridad como las que hacen los policías. Yo siempre pensé que algún
día allí ocurriría un desastre. Pero un tiempo después dejé de ir por aquella
zona y nunca más vi ni supe nada del loco aquel que graznaba como una urraca y
ocasionalmente era agente de tráfico.